En estas fechas, polemizar sobre el calendario escolar del curso siguiente, amenaza con convertirse en un clásico de todas las tertulias. Así, y a riesgo de aburrir a los mejor informados, repetiré que son los mismos días lectivos de siempre, solo que repartidos de distinta manera, y con criterios que tienen que ver con los ritmos de trabajo y descanso del alumnado, y no con festividades religiosas dependientes de las fases lunares.
Sorprende a veces, por lo virulenta que llega a ser, la controversia que se organiza cuando se introducen elementos de racionalidad a la hora de organizar los tiempos escolares. Una parte de estas diatribas proviene de grupos confesionales que ven en el nuevo modelo de calendario un avance más del laicismo. El debate así planteado discurre por cauces ideológicos y no por el terreno de la pedagogía, es decir, no se discute qué viene mejor a los procesos de enseñanza y aprendizaje, sino qué es lo que es sagrado y digno de celebrarse con la interrupción del trabajo.
Pero si lo anterior podía sorprender, lo que produce verdadero asombro es la alianza que han forjado con estos sectores conservadores otras instancias que, partiendo de postulados teóricamente progresistas, se suman al coro de voces críticas con el nuevo calendario. Se argumenta que esta distribución del tiempo escolar dificulta la conciliación de la vida familiar y laboral. Y se dice así, con el mayor de los troníos, asignando al sistema educativo una función que no le corresponde y que en ocasiones se vuelve antieducativa. De esta manera, nuestros colegios se ven forzados a asumir que niños y niñas, desde las más tiernas edades, permanezcan en sus instalaciones ocho, diez y hasta doce horas al día. Mientras que en otras sociedades más avanzadas el esfuerzo del Estado en materia de conciliación se centra en que las familias pasen juntas el mayor tiempo posible, en nuestro país las autoridades se afanan justo en lo contrario, es decir, consideran un síntoma de progreso el que los más pequeños pasen institucionalizados la mayor parte de su infancia, sin tener en cuenta no ya criterios educativos, sino su propio bienestar físico y emocional.
Este año asistimos en Cantabria a un importante paso en la dirección equivocada: para calmar a los campeones de la conciliación así entendida, propone la Consejería de Educación aumentar la jornada en los meses de junio y septiembre, esto es, cuantas más horas pase el alumno en el colegio mejor, y si para ello hay que aumentar las cargas lectivas de todas las asignaturas, mejor aún. De poco servirá decir que ya el alumnado de este país está por encima del número de horas lectivas anuales que por término medio tiene la UE, o que el profesorado de nuestros colegios supera en más de cien horas al promedio de los países de la OCDE, o lo que es más llamativo aún, los enseñantes españoles dedican casi el 62% de su jornada laboral a la docencia directa, mientras que en el conjunto de la UE como en la OCDE no llegan al 50%. Ahora no sirven estos argumentos objetivos porque al actual responsable del departamento de Educación y a quién le aupó hasta la poltrona, les obsesiona el cálculo político; la proximidad de las elecciones autonómicas lo contamina todo, y hay quien sueña con un torrente de votos si se da la razón a quienes conciben la escuela como una institución dedicada a su peculiar idea de la conciliación. Y si para ello hay que confrontar con el profesorado no pasa nada.
En efecto, desde hace un mes, cuando estalló el conflicto de las jornadas reducidas de junio y septiembre, hemos podido escuchar de todo contra el personal docente. Y en medio de este aquelarre, la Consejería ha permanecido muda o ha jaleado el linchamiento en una actitud tan injusta como irresponsable. Alguien del departamento de Educación debería haber explicado a la opinión pública el trabajo que hay antes y después de una hora de clase, lo que supone programar un curso, coordinar a todos los profesionales que actúan en un aula, preparar materiales curriculares propios, innovar pedagógicamente, planificar respuestas individualizadas a la diversidad del alumnado. En definitiva, reflexionar colectivamente sobre la práctica docente para mejorarla. Alguien debería poner en valor el trabajo que hay detrás de la preparación de las graduaciones que celebramos en el final de curso, de los festivales de navidad, de las semanas culturales, de los carnavales, de los viajes de fin de estudios, de las semanas de convivencia en albergues, de las competiciones deportivas, de la organización de días del libro, de la paz, de la música… La Consejería nada dice de esto, cuando realmente de esto es de lo único que hay que discutir cuando se habla del calendario escolar.
A todos los políticos les preocupan los votos. Es legítimo. Unos sólo piensan en las urnas, a otros, además, les preocupa el servicio público al que se han consagrado. No sé si el actual responsable de Educación pertenece a la primera o a la segunda clase de políticos, pero de lo que sí estoy seguro es de cómo será recordado cuando se cierre el actual conflicto. Todavía está a tiempo de serlo como un servidor público que hizo progresar la educación de Cantabria, o como un político que la hizo retroceder a la época lejana en la que la docencia era sólo dar clase.
Jesús Aguayo Díaz.
Miembro del Secretariado Regional del STEC.